Muerte y elección de los Papas

Cónclave

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La Iglesia Católica constituye la religión organizada más importante del mundo no sólo por el número de sus adeptos sino también por el peso de su Historia y la sofisticada especialización de su administración. Su jefe goza de un poder del que actualmente no dispone ningún líder político y sus actos, para bien o para mal, tienen resonancia mundial. ¿Habrá que insistir, como prueba de ello, en el dato de las multitudes enfervorizadas agolpadas alrededor del Papa actual en sus recientes viajes a Francia y al Brasil? Hay algo más, en este poder de convocatoria, que el talento natural de Karol Wojtyla como comunicador y su experiencia como actor. Para darnos cuenta de la trascendencia única de su persona y de lo que ella encarna para millones de seres humanos, vale la pena enumerar los títulos del Papa tal como figuran en el «Anuario Pontificio»: JUAN PABLO II Obispo de Roma Vicario de Jesucristo Sucesor del Príncipe de los Apóstoles Patriarca de Occidente Primado de Italia Arzobispo y Metropolitano de la Provincia Romana Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano Siervo de los siervos de Dios No es extraño, pues, que el proceso por el cual se elige al titular de esta monarquía electiva que se reclama directamente a la autoridad de Dios, suscite, cada vez que se verifica, el extraordinario interés del público -incluso no católico- que reflejan todos los medios de comunicación. Sin embargo, no siempre ha habido cónclaves en la Iglesia. El primer papa, San Pedro, fue designado directamente por Jesucristo, que no volvió a tomarse esa molestia en todo lo que va de Papado desde entonces, a menos que demos crédito a la rocambolesca historia de El Palmar de Troya, que vale la pena reseñar aquí a título de curiosidad folklórica. Es el caso que el 6 de agosto de 1978, Pablo VI murió en Castelgandolfo. Ese mismo día se hallaban en un hotel de Santa Fe de Bogotá, en Colombia, el «vidente invidente» Clemente Domínguez y su séquito de Carmelitas de la Santa Faz, orden fundada por él siguiendo el mandato de sus supuestas apariciones. Poco después de difundirse la noticia del fallecimiento del Papa, Clemente entró en trance y, por lo visto, recibió la visita nada menos que de Nuestro Señor, la Virgen, San Pedro y el alma de Pablo VI, que le comunicaron que ahora el nuevo pontífice era él. Como señal visible de este nombramiento celestial apareció el Espíritu Santo en forma de mariposa, que revoloteaba sobre la cabeza del agraciado, que ahora se llamaba Gregorio XVII. Uno de los circunstantes tuvo la feliz idea de cazar el lepidóptero y lo fijó en un tablero. Desde luego, nadie puede decir, como los palmarianos, que conservan al Espíritu Santo disecado. Si no fuera por lo grotesco, sería blasfemo. ¡Nuestro paisano tiene montado cerca de Utrera un Vaticano en versión «Cantores de Híspalis» que hay que ver! Pero volvamos un poco a la seriedad. Los inmediatos sucesores de Pedro fueron miembros del clero romano que accedían a la Silla romana con la anuencia de éste y del pueblo. En algunas ocasiones, la elección se daba por descontada por tratarse de alguien de la absoluta confianza del papa difunto a quien éste había indicado para que ocupara su lugar: era lo que se conoce como designación testamentaria y fue incluso objeto de regulación por parte del papa Símaco en el año 499. No obstante, este tipo de nombramiento papal no arraigó, aunque, en nuestros tiempos, se puede considerar que tuvo aplicación en el caso de Pío XII, quien accedió al Sumo Pontificado después de haber sido conscientemente preparado por Pío XI para sucederle. Este Papa había enviado al Cardenal Pacelli, que era su Secretario de Estado, a diversos países como Legado, para que adquiriera experiencia. Como cruzó dos veces el charco, solía llamarlo «nuestro cardenal transatlántico panamericano» y le gustaba repetir delante de los altos dignatarios vaticanos refiriéndose a él: «Sarà un bel Papa!». En efecto, el cónclave de 1939 puede decirse que fue de puro trámite, pues el nombre de Pacelli se impuso en él de inmediato y obtuvo rápidamente la práctica unanimidad de los votos. Otras veces fueron los poderes terrenales los que hicieron prevalecer sus propios candidatos, sea que se tratase de la familia romana hegemónica de turno, de los comisarios del César bizantino o de los Emperadores germánicos. Esta injerencia de los señores laicos en la designación del Vicario de Cristo desapareció con el tiempo, gracias a los grandes Papas del Medioevo (San Gregorio VII, Alejandro III, Inocencio III), que reivindicaron los derechos de la Sede Apostólica frente a las ambiciones de la potestad temporal. No por ello dejaron de quedar restos de dicha injerencia: hasta 1903, los soberanos católicos pudieron ejercer el privilegio abusivo del «exclusive» o veto del candidato que era tenido por ellos como persona non grata. La más famosa exclusión fue precisamente la del Cardenal Rampolla, impuesta en el cónclave de ese año por el emperador Francisco José I por medio del Cardenal Puszyna. Los cardenales se indignaron ante tal intromisión pero, por la razón que fuera, el vetado, que había partido como favorito, acabó no siendo elegido. El nuevo Papa fue San Pío X, una de cuyas primeras providencias fue justamente la abolición del «exclusive». La forma más escandalosa de sucesión papal ha sido la venta. Sí, como suena: el Sumo Pontificado fue vendido en una ocasión. Eran los tiempos obscuros que el Cardenal Baronio llamó «saeculum ferreum» (siglo de hierro). El joven Teofilacto había sido promovido al Sumo Pontificado por los clérigos romanos corrompidos con el dinero de su padre, el cónsul Alberico III. Parece que el nuevo papa, que tomó el nombre de Benedicto IX, contaba tan sólo doce años en el momento de su simoníaca elección, lo que constituía ciertamente una plusmarca que no ha sido superada hasta el momento. Pues bien, al cabo de doce años de pontificado, duración nada desdeñable para los tiempos que corrían, Benedicto IX, con tan sólo 24, se había convertido en un verdadero crápula. Sus excesos soliviantaron los ánimos hasta el punto que una revuelta popular que estalló a fines de 1044 lo depuso a principios del año siguiente, substituyéndolo por Silvestre III. Sólo 22 días reinó éste, pues Benedicto IX rehizo sus fuerzas y lo expulsó del trono papal, pero al final consideró la conveniencia de ahorrarse nuevos disgustos y disfrutar libremente y sin trabas de su juventud abandonando el pontificado. Como ambicionaba un retiro dorado, no tuvo ningún escrúpulo en poner precio a la tiara y se la ofreció a su padrino Juan Graciano. El 1º de mayo de 1045 se extendió el contrato de compra-venta del Papado. Benedicto IX se marchó a sus castillos tusculanos a disfrutar de la conspicua renta pactada con Juan Graciano. Este, por su parte, fue consagrado papa el 5 de mayo con el nombre de Gregorio VI. O sea que tenemos tres papas al mismo tiempo. La elección papal fue convirtiéndose en atribución privativa de los Cardenales de la Iglesia Romana. ¿Quiénes eran estos personajes? La palabra «cardenal» viene del latín «cardo, cardinis», que significa «gozne». Así como la puerta gira sobre sus goznes, la Iglesia Romana gira sobre sus cardenales, que no eran en sus inicios otra cosa que los párrocos de la Urbe. A éstos se unieron los jefes de las diaconías o servicios de beneficiencia regidos por diáconos y los siete obispados más próximos a Roma (reducidas a seis en el siglo XII). Sus titulares se llamaron también cardenales. Todos ellos formaban una especie de Senado del Papa, aconsejándole y asistiéndole en el gobierno de la Iglesia. El cónclave nace propiamente en 1271 contra la voluntad de los electores. En1268 había muerto Clemente IV en la amable ciudad de Viterbo, residencia de temporada favorita de varios papas. Los diecisiete cardenales electores se reunieron muchas veces sin ponerse de acuerdo en la persona del sucesor. Así transcurrieron más de dos años, corriendo la Iglesia un grave peligro por la prolongación de la sedevacante. El pueblo viterbiense, cansado de esta situación de punto muerto, decidió intervenir e hicieron que sus jefes militares tapiasen las puertas y ventanas del palacio episcopal, donde estaban reunidos los cardenales, para obligarles a tomar una determinación. Es decir, se les encerró con llave («cum clave»: de ahí la palabra «cónclave»). Como el calor del estío arreciaba, se pensó que los electores no se andarían con más dilaciones en tan incómodas condiciones, pero no fue así, de suerte que, pasados unos meses, se les comenzó a limitar progresivamente el abastecimiento de víveres. Cuando ni aun esta medida pareció dar resultado, se levantaron los tejados del palacio dejando a los cardenales a la intemperie. Esta medida les persuadió de la necesidad de proceder a una elección de una vez por todas, así que nombraron seis compromisarios, los cuales la hicieron recaer en Gregorio X. La Iglesia volvía a tener papa al cabo de casi tres años. Para evitar que volviera a repetirse esta situación, el papa promulgó la Constitución «Ubi periculum» de 16 de julio de 1274. Se trata de la primera reglamentación oficial del cónclave, a la cual, según las circunstancias de distintas épocas, seguirían otras, siendo la actual la Constitución «Universi Dominici gregis» (22 de febrero de 1996) de Juan Pablo II. Antes de entrar en la cuestión del funcionamiento del cónclave, hablaré del hecho que le da origen, o sea la muerte del papa. La salud de un Romano Pontífice ha sido siempre centro del interés público. Existe un adagio que dice que el papa sólo se enferma para morir. Oficialmente, durante mucho tiempo, no se consideró el estado valetudinario compatible con la dignidad del Señor Apostólico. De ahí el tradicional secretismo vaticano en torno a los males -reales o ficticios- del Sumo Pontífice, lo que dio pábulo en más de una ocasión a las más variadas especulaciones. Hasta hace muy poco, en los círculos oficiales vaticanos se ha venido desmintiendo sistemáticamente que Juan Pablo II, felizmente reinante, tenga algún serio problema de salud, cuando lo cierto es que el Santo Padre declina a ojos vista. Sus ingresos en el Policlínico «Gemelli» (mientras que sus predecesores eran atendidos en el Palacio Apostólico en medio de la más absoluta discreción), sus malestares en público, el persistente temblor de su brazo y su inocultable expresión de sufrimiento han roto con el tabú que rodeaba la salud de los papas, al punto que abiertamente se aventuran diagnósticos: Parkinson y cáncer de colon son los más atrevidos. Sea de ello lo que fuere, es un hecho que la muerte, de un modo o de otro, alcanza a la tiara. Ya lo dijo Jorge Manrique: «a Papas y emperadores y prelados, así los trata la muerte como a los pobres pastores de ganado» (Copla 14 «A la muerte de su padre») La Parca ha hecho su aparición revestida de muchas formas para cortar el hilo de la existencia terrenal del Vicario de Cristo. Salvo el suicidio, los papas han experimentado toda clase de muerte: natural y violenta, súbita y tras lenta agonía, por martirio, por asesinato y como consecuencia de accidente, en plena juventud y en el extremo de la edad. Demos un repaso a los casos más relevantes. Empezando por San Pedro, once papas sufrieron martirio con toda seguridad. Catorce fueron asesinados, entre ellos Juan VIII a martillazos y Juan X sofocado con una almohada. Tres perecieron a consecuencia de accidente, siendo el más irónico el que costó la vida a Juan XXI, a quien literalmente mató la Cultura, pues su biblioteca se le desplomó encima. Varios tuvieron una muerte súbita, generalmente provocada por una apoplejía, una trombosis o una crisis cardiovascular. El caso más controvertido ha sido, sin duda el de Juan Pablo I, de quien se duda si murió a consecuencia de un infarto fulminante o fue asesinado por altos funcionarios vaticanos implicados en la sucia quiebra del Banco Ambrosiano, como se desprende de la lectura del polémico libro «En el nombre de Dios» de David Yallop o en el más escandaloso de Roger Peyrefitte «La soutane rouge». Algunos papas murieron en edad avanzada de muerte natural, siendo los más ancianos: nuestro compatriota el Papa Luna (a los 96 años), Gregorio IX (a los 99) y San Agatón (a los 107 años, nada menos).El espectro de las enfermedades que llevaron a la tumba a los Sumos Pontífices es de lo más variopinto. He aquí un elenco de las mismas: peste, gota, cáncer (Juan XXIII), cálculos biliares, cálculos de vejiga, mal de piedra, fiebre violenta, malaria, agotamiento nervioso, hidropesía, enfriamiento, pulmonía, bronquitis, uremia, cardiopatía, hipo (Pío XII), insolación (y no de tomar el sol en la playa), excesos de mesa y lecho, impresión, artritis. Hubo hasta algún papa que sucumbió víctima de los médicos (con perdón de los presentes). Cuando muere un papa, se pone en funcionamiento un riguroso mecanismo con el objeto de certificar que realmente se ha producido el deceso. Al expirar el papa, se solía acercar a su rostro una vela encendida para comprobar que había dejado de respirar. Si la llama permanecía quieta era señal de muerte. Entonces, el cuerpo del Papa se aderezaba en su lecho mortuorio a la espera de la comprobación oficial, llevada a cabo por el Cardenal Camarlengo. Este se inclina sobre el Papa para verificar que está muerto. Antiguamente, se servía de un martillo de plata, con el que golpeaba tres veces su frente llamándolo otras tantas por su nombre de pila. Al no obtener respuesta, pronunciaba las palabras rituales: «Vere Papa mortuus est» (en verdad, el Papa ha muerto). A continuación, el Maestro de Cámara quita del dedo del fallecido el Anillo del Pescador y lo presenta al Camarlengo, quien lo guarda para destruirlo, a fin de que no puedan falsificarse documentos oficiales. Un notario de la Cámara Apostólica redacta el acta oficial del deceso. El Papa es confiado, entonces, a los embalsamadores. Extraído el corazón, era éste encerrado en una urna que se depositaba en la cripta de la Iglesia de los Santos Vicente y Anastasio (para los que conocen Roma, es la que está en un ángulo de la Fontana de Trevi). El proceso de embalsamamiento era el normal, aunque Pío XII fue objeto de un método tan novedoso como desastroso inventado por el Dr. Galeazzi-Lisi. Como al Papa Pacelli le horrorizaba la idea de ser abierto por el bisturí, se dejó convencer de que bastaba con inyectar ciertos fluidos en un cadáver para preservarlo por más de cien años. El resultado fue que sus restos se descompusieron con una rapidez inusitada, al extremo que hubo que sellar con celofán el ataúd en el que se les trasladó desde Castelgandolfo a San Pedro y fue menester recomponerlos al llegar a su destino, habiendo estallado durante el trayecto. Una vez embalsamado, el cuerpo del Pontífice es revestido de los ornamentos pontificales de color rojo y puesto sobre un catafalco provisional en la Capilla Sixtina, donde es velado hasta que se le traslada a San Pedro en medio de una procesión de antorchas que recorre las salas del Palacio Apostólico. Al llegar a la Basílica, se le expone tres días antes de celebrar las exequias solemnes, durante las cuales se introduce el cadáver del Papa en un triple ataúd de ciprés, plomo y olmo (con un peso de unos 600 kilos), para ser sepultado en las criptas vaticanas. ¿Qué sucede en la vida de la Iglesia mientras tanto? La muerte del papa ha determinado una situación que técnicamente se denomina «sede vacante», es decir, que el trono de Pedro no tiene titular, está vacío. Este período, que termina con la designación del sucesor, suele ser más o menos corto, pero ha habido épocas en las que se ha dilatado mucho más de lo razonable y conveniente, como la que dio lugar al famoso cónclave de Viterbo (tres años y un día) o la que hubo entre San Marcelino y San Marcelo I (casi cuatro años). Durante este período el poder está a título interino en manos del Colegio de Cardenales, quienes despachan los asuntos más urgentes, pero no pueden tomar determinaciones que se consideran privativas del Sumo Pontífice. Cada uno de los cardenales, siendo considerado un papa en potencia, recibe los más altos honores como portador de «una porción de soberanía». Según las actuales disposiciones, el cónclave debe ser convocado entre los quince y los veinte días siguientes al comienzo de la sede vacante. Con ello se da el tiempo suficiente para que lleguen todos los cardenales no residentes en Roma. En 1914 y 1922, cuando este plazo era de sólo diez días, los cardenales americanos no tuvieron tiempo de entrar en cónclave y al llegar a Roma se encontraran con que ya había nuevo papa, lo que obligó a ampliar aquél. Hoy, la generalización del avión como medio de transporte, da a los cardenales más alejados la posibilidad de tomarse con calma el viaje a Roma, aunque a la mayoría de los miembros del Colegio interese hallarse lo más pronto posible en la Ciudad Eterna, donde nunca faltan los conventículos en los que extraoficialmente se hacen las «campañas electorales». Famoso fue el que tuvo lugar, con la participación de los purpurados del ala progresista del Sacro Colegio, en la residencia del dirigente de la logia P2 Umberto Ortolani en Grottaferrata, convocado por los Cardenales Frings y Lercaro antes del cónclave de 1963 y en el que, entre canapés y cócteles, quedó consagrada la candidatura del Cardenal Montini. ¿Quiénes entran en cónclave? Sólo los cardenales menores de 80 años y las personas adscritas a título común a los servicios esenciales de aquéllos. Los cardenales octogenarios fueron excluidos por Pablo VI, a pesar de que muchos de ellos han demostrado una gran capacidad y resistencia, a veces mayor que sus colegas de menos edad. Por cierto, cuando se estableció la exclusión de los más ancianos, los cardenales contestaron a lo que consideraban como un ataque a su Colegio por parte del Papa mal aconsejado eligiendo Decano, en substitución del fallecido Tisserant, al Cardenal Amleto Cicognani, que tenía casi noventa años. El número máximo de cardenales electores fue fijado por Pío IV, a mediados del siglo XVI, en 70. Nunca se llegó al número máximo en los cónclaves y, en cambio, hubo alguno en el que los votantes eran en número muy reducido, como el cónclave en que se eligió a Nicolás III (asistieron sólo ocho cardenales). Juan XXIII superó la barrera impuesta por Pío IV y desde Pablo VI el número de cardenales electores -es decir, sin contar los excluídos por edad- es de 120. Según los datos de la última edición del Anuario Pontificio, hay en la actualidad 151 cardenales. Normalmente, los miembros del Sacro Colegio han sido, por lo menos, sacerdotes, pero ha habido casos de cardenales con sólo órdenes menores (César Borgia, Mazarino, Consalvi) y hasta laicos (lo fue el príncipe inglés Reginald Pole, pariente próximo de los Tudor, durante veintiún años hasta que se le confirieron todas las órdenes sagradas para ocupar la Silla de Canterbury). La dignidad cardenalicia convierte a quien la recibe en Príncipe de la Iglesia, con rango equivalente a los príncipes de sangre. Según las reglas del protocolo, los cardenales de la Santa Iglesia Romana pasan justo después de los soberanos y personas reales. Hay que destacar que, paradójicamente, este status tan exclusivo no les viene por derecho de nacimiento, sino por la voluntad del Papa, que suele tener en cuenta los méritos personales de los agraciados con el capelo, lo cual introduce un cierto elemento democrático en la estructura básicamente monárquica de la Iglesia. Los ha habido tanto pertenecientes al pueblo como a la más encumbradas familias. Los cardenales reciben el título de Eminentísimos y Reverendísimos Señores y las cartas a ellos dirigidas deben concluir siempre «besando la sagrada púrpura de Vuestra Eminencia». Algunos datos curiosos. El cardenal más joven: el Infante Don Alfonso de Portugal, creado a los siete años. Un político que se hizo cardenal: el Duque de Lerma, valido de Felipe III. Un cardenal que dimitió para casarse morganáticamente: el Infante Don Luis Antonio de Borbón, hijo de Carlos III. Por cierto, fue éste el causante de que su regio padre dictara la famosa Pragmática de 1776 sobre matrimonios desiguales, que tan traída y llevada ha sido con ocasión de la reciente boda de S.A.R. la Duquesa de Palma de Mallorca. Llegado el día señalado para el inicio del cónclave, después de la Misa «pro eligendo Pontifici» con la asistencia de todos los cardenales electores, éstos se reúnen en la Capilla Paulina (decorada con los magníficos frescos de Miguel Angel que representan las escenas de la conversión de Saulo y la crucifixión de San Pedro). Desde allí se dirigen en procesión, cantando el «Veni Creator», a la Capilla Sixtina, donde el Cardenal Decano pronuncia por todos el juramento de guardar la Constitución Apostólica que regula el cónclave. Cada cardenal ratifica personalmente el juramento ante los Santos Evangelios. Antiguamente era en este momento cuando, habiendo ido todos los purpurados a ocupar sus celdas respectivas en el Palacio Apostólico, el Camarlengo ordenaba salir a todas las personas ajenas al cónclave pronunciando con voz fuerte las palabras «Extra omnes!» (¡fuera todos!) al tiempo que hacía sonar tres veces una campanilla. Entonces, se procedía a la doble clausura de la puerta de la capilla. Por dentro la cerraba con llave el Camarlengo y por fuera el Gobernador y el Mariscal del Cónclave. Puertas y ventanas que daban al exterior habían sido selladas y las lunas pintadas de blanco. Ahora nada de esto ocurre. Los cardenales se alojarán fuera del Palacio Apostólico, en la «Casa de Santa Marta», edificada recientemente en los jardines vaticanos. Como para acudir a las votaciones y volver deberán desplazarse con medio de transporte, no tiene ya sentido la clausura. No obstante, la Capilla Sixtina continúa estando reservada exclusivamente a los electores, por lo que la ceremonia de la expulsión se ha mantenido. También los oficiales y servidores autorizados a permanecer en el cónclave deben prestar juramento de guardar el más riguroso bajo pena de excomunión. Por supuesto, no está permitido tener artefactos reproductores o transmisores de imagen y sonido ni mantener cualquier tipo de comunicación con el exterior. Ya pueden estar agradecidos los cardenales a Julio II y bendecir su memoria: no puede, en efecto, haber un marco más espléndido para el cónclave que este recinto cuya bóveda está decorada con los novecientos metros cuadrados más bellamente pintados por mano humana. Como es sabido, Miguel Angel se consideraba más escultor que pintor y no quería perder el tiempo con los pinceles. Tuvo, empero, que doblar la cerviz, sobre la que el belicoso Julio, en uno de sus arranques de mal humor, llegó a emplear el famoso «argumentum baculinum». ¡Bendito bastonazo! Hoy podemos admirar sus sublimes consecuencias. La elección papal tenía lugar de tres formas: por aclamación, por compromiso y por escrutinio. En el primer caso, todos los cardenales presentes y los enfermos, sin previo acuerdo, elegían unánimemente y de viva voz, libre y espontáneamente al Sumo Pontífice. En el segundo, los cardenales, en determinadas circunstancias, delegaban unánimemente en tres, cinco o siete de ellos la potestad de elegir en nombre de todos al Papa. Estas dos primeras formas de elección han sido abolidas por Juan Pablo II. El escrutinio consiste en la votación secreta de todos los cardenales electores y es hoy la única forma vigente de elección de Sumo Pontífice. Durante el cónclave, entre escrutinio y escrutinio, los cardenales pueden hablar entre ellos sobre las votaciones y los candidatos. A veces estas conversaciones han dado lugar a agudezas, como la del Cardenal Próspero Lambertini, famoso por el desparpajo de su lengua, el cual, en el cónclave de 1740 se dirigió a sus colegas y, muy suelto de huesos, les dijo: «Si queréis un santo, elegid a Gotti; si queréis un político, elegid a Aldrovandi; si queréis un ‘buon coglione’ cogedme a mí». Parece que la ocurrencia dio resultado, pues, Lambertini fue el nuevo Papa con el nombre de Benedicto XIV. A propósito de la procacidad de este por otra parte virtuoso Pontífice, testimoniada por el mismo Voltaire, se cuenta que aquél solía sazonar sus conversaciones con la palabra «cazzo», con la que se designa al miembro viril y que resulta muy malsonante en italiano. Pues bien, como se lo afearan algunos gazmoños de la Corte, el buen Benedicto declaró que para santificar el uso de dicho vocablo concedería indulgencia plenaria a quien lo profiriese varias veces al día. Volviendo al proceso electoral, la mayoría de votos requerida para ser elegido Sumo Pontífice es actualmente la de dos tercios (a los que se añade uno cuando el total de electores no es múltiplo de 3). Los cardenales emiten sus respectivos votos mediante unas papeletas que, finalizado el escrutinio, se queman en una estufa, cuya chimenea sale al exterior por un sitio bien visible desde la Plaza. Si no se alcanzado la mayoría mencionada, se da fuego a las papeletas mezcladas con paja húmeda, lo que da un humo obscuro: la fumata nera, señal de que el aún no hay papa. Si, en cambio, se ha producido la elección, se queman con paja seca, que produce un humo claro: la fumata bianca. Millones de personas en la Plaza de San Pedro y a través de los medios televisivos de todo el mundo están pendientes de las distintas fumatas. Si se ha alcanzado en una votación la mayoría requerida, el Cardenal Decano o el de más antigüedad de los presentes se acerca al elegido y le dirige solemnemente la pregunta de rigor: «Acceptasne electionem de te canonice facta in Summum Pontificem?» (¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?). Dado el consentimiento por parte del neo-electo, éste es automáticamente papa. El Cardenal Decano vuelve a dirigirse a él para preguntarle: «Quommodo vis vocari?» (¿Cómo deseas ser llamado?). El papa escoge un nombre, no estando obligado forzosamente a cambiar el suyo de Bautismo. El primero que mudó su nombre al llegar a papa fue Juan II en 533 debido a que se llamaba Mercurio, como la divinidad pagana. Hubo el caso de ser disuadido un papa de asumir un nombre determinado: fue el del veneciano Pietro Barbo, que, muy pagado de su apostura física, quería llamarse Formoso II (en latín «formosus» significa «hermoso»). Los cardenales le hicieron notar que esta muestra de vanidad sería muy poco edificante y el papa escogió entonces un nombre menos comprometedor: el de Pablo II. Inmediatamente después, el electo es conducido a la sacristía, donde se vestirá con una de las tres sotanas blancas de las tallas «estandard» preparadas al efecto. Se cuenta que Benedicto XV era tan menudo que hubo que adaptarle mediante alfileres la sotana más pequeña. En el caso de Juan XXIII, hubo problemas con el fajín debido a su perímetro. Después de recibir el homenaje de los cardenales y las felicitaciones de sus allegados, se dirige el nuevo Papa a la «loggia» o balcón de San Pedro. En la Plaza ya le espera una muchedumbre ansiosa de conocer su identidad. La cruz papal aparece y detrás de ella, precedido por su séquito, el nuevo papa, el cual es proclamado por el Cardenal Protodiácono con estas palabras: «Nuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam!» (Os anuncio una gran noticia: ¡tenemos papa!). A continuación, dice el nombre del cardenal elegido y el que ha asumido como Sumo Pontífice. Este dirige algunas palabras a la multitud, que lo aclama, e imparte la bendición «Urbi et orbi» (a Roma y al mundo). Sólo falta la inauguración solemne del nuevo pontificado. Hasta Pablo VI tuvo lugar la coronación con la triple tiara. Juan Pablo I y Juan Pablo II prefirieron una simple entronización con la imposición del palio (franja blanca que rodea los hombros y cae por delante y por detrás, tejida con la lana de las ovejas bendecidas por el Papa el día de Santa Inés y ornada con seis cruces negras). La ceremonia de la coronación era imponente. El día señalado, el Papa hacía su ingreso en San Pedro llevado sobre la silla gestatoria, bajo dosel y escoltado por los cuerpos armados vaticanos (Guardia Noble, Guardia Suiza, Gendarmería Pontificia, Guardia de Honor y Guardia Palatina). Anunciaban su llegada las trompetas de plata que tocaban la marcha de Longhi. Precedían el cortejo los maceros, los bussolanti y demás miembros de la Corte Pontificia. A ambos lados de la silla gestatoria se erguían los «flabelli» o abanicos de plumas de avestruz (que hacían sentirse a Juan XXIII «como un sátrapa oriental»). En un momento de la ceremonia, la procesión se detenía para contemplar cómo un dignatario quemaba un trozo de estopa puesto en el extremo de una vara y lo alzaba tres a la vista del papa diciendo: «Sancte Pater, sic transit gloria mundi» (Santo Padre: así pasa la gloria del mundo). El Pontífice proseguía hasta el altar de la Confesión, donde debía celebrar, en medio del mayor esplendor, la solemnísima Misa Papal. Acabado el Santo Sacrificio, era llevado a la loggia exterior de San Pedro, donde se había preparado un estrado y un trono escarlata. El Papa era ceñido con la tiara por el Cardenal Protodiácono, mientras el Cardenal Decano pronunciaba la fórmula de la coronación: «Recibe la tiara de las tres coronas y sepas que eres el padre de los príncipes y de los reyes, el rector visible del mundo y el Vicario de Nuestro Señor Jesucristo, a Quien corresponde el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén». La bendición «Urbi et orbi» cerraba el programa. Hoy parece que ha prevalecido la sensibilidad moderna funcional sobre el minucioso simbolismo de la antigua pompa. Una misa concelebrada en la explanada delante del atrio de San Pedro sin el esplendor de otro tiempo, sirve de marco a la actual entronización papal, cuyo momento culminante es, como he dicho, la imposición del palio. Hubo hasta el siglo XVI una extraña ceremonia que formaba parte del ritual de la coronación. El Papa se colocaba sobre un trono perforado (a la manera de un retrete) y adoptaba la postura de una parturienta. Parece que ello está de algún modo relacionado con la historia de la Papisa Juana. ¿Quién fue este personaje? En el siglo IX, durante una incursión de los vikingos en Normandía, un monasterio femenino fue tomado a sangre y fuego. Una de las monjas, la inglesa Juana o Gilberta, logró escapar de la masacre disfrazada de hombre, llegando en su huida hasta Atenas, donde fundó una escuela filosófica conservando su identidad masculina. Su fama creció hasta el punto que fue llamada a Roma y se convirtió en secretario de León IV. A la muerte de éste, Juana fue elegida para sucederle por el clero y el pueblo romanos, que ignoraban que se tratase de una mujer. Reinó poco más de dos años, hasta que un buen (o mal) día, cabalgando en un cortejo desde el Coliseo hasta San Juan de Letrán, le vinieron los dolores del parto y dio a luz un niño muerto. Puede imaginarse la estupefacción de la multitud al descubrirse el engaño. No se sabe exactamente si Juana murió de sobreparto o linchada, pero lo cierto es que, desde entonces, los sucesores de Pedro debieron someterse a una verificación de su sexo. Aquí entraría en juego la famosa «sedia forata» a la que se ha hecho referencia: el Papa se sentaría en ella alzándose las vestiduras para que por debajo pudieran comprobar los electores «propria manu» que estaba dotado de atributos masculinos. Algunos han tachado de leyenda el relato sobre la Papisa Juana, pero lo cierto es que Bernini le quiso jugar a su costa una broma pesada a Urbano VIII, esculpiendo el episodio del parto en los mascarones de los blasones papales que están en las bases de las columnas salomónicas del magnífico baldaquín de San Pedro, como se puede ver si se rodea el monumento en el sentido de las agujas del reloj. Para terminar, sólo una reflexión. Qué duda cabe de que, a veces, los más rastreros intereses humanos se han mezclado con los más sublimes designios divinos. La Iglesia Católica es ciertamente una institución divina, pero está formada por hombres. Esa es su gloria y su miseria. Sabemos por la promesa de Jesucristo que «las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella», pero también sabemos que Satanás zarandea como al trigo a los hombres de Iglesia. Ha habido Papas malos, mediocres, bárbaros y grandes pecadores. Pero no carguemos las tintas sólo en los aspectos más lúgubres. También ha habido grandes hombres y hasta santos. Sin remontarse mucho en el tiempo, ahí está el gran Pío XII. La Historia del Pontificado es como un gran cuadro, lleno de luces y de sombras, pero, a veces, las sombras diestramente empleadas (como en el caso del Caravaggio o en el de Velázquez) refuerzan el efecto de la luz y dan mayor expresividad a lo pintado. En cierta ocasión, Napoleón quiso provocar al Cardenal Consalvi y le espetó que podía acabar si quisiera con la Iglesia de Roma. El ilustre Secretario de Estado de Pío VII, sin inmutarse ante tal bravuconería, contestó: «Sire, nosotros los eclesiásticos lo hemos intentado en los últimos dos mil años y no lo hemos conseguido».