Matrimonio

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Desde muy distintos ámbitos se ataca hoy a la institución matrimonial. Se ponen de tal modo en tela de juicio todos sus elementos, que se acaba por destruir o negar validez a la institución en sí.
La Iglesia católica afirma que el matrimonio tal y como lo entiende ella -y al que se llama cristiano- no es una institución creada por el derecho positivo, sino que sus elementos esenciales están definidos por el mismo Criador. Y ese mismo matrimonio es el único acorde con la naturaleza humana por lo que propiamente no puede hablarse de matrimonio cristiano y otros matrimonios. Existe un solo matrimonio configurado en sus líneas esenciales por el derecho natural y, por tanto, válido para todo el género humano.
Las normas canónicas o estatales pueden determinar la forma de la celebración, pero las leyes esenciales del matrimonio son indisponibles por parte de los contrayentes e inmutables por parte de ningún poder, ni siquiera el eclesiástico. Así pues otro tipo de figuras matrimoniales podrán ser regulación de ciertas formas de convivencia o de procreación, pero en ningún caso serán matrimonio.
Uno de los aspectos del matrimonio por cuyo cambio se aboga es el de la heterosexualidad. Se quiere dar forma matrimonial a las uniones de hecho homosexuales. Quizá pueda regularse la convivencia de dos personas del mismo sexo, dándole ciertos efectos jurídicos, pero eso nunca podrá ser un matrimonio. Ya antes de que la Iglesia católica hiciera su aparición el matrimonio era una institución heterosexual. A nadie se le escapa la complementariedad de ambos sexos, incluso en el aspecto físico, o la necesidad de la existencia de los dos sexos para la reproducción natural.
La Iglesia católica podría incluso aceptar una regulación de las parejas de hecho del mismo sexo como de distinto sexo o incluso los «tríos» (en principio no tiene porque trascender si los «convivientes» mantienen relaciones sexuales en violación del sexto mandamiento y podría ser que se tratase de convivencia «tanquam fratres») si así se considerase útil por razones económicas, pero cualquier tipo de convivencia distinata de la unión heterosexual acorde con la ley natural no podría considerarse matrimonio. Una regulación sería aceptable mientras tal no se presentase como «autorización» del Estado a las relaciones sexuales desordenadas ni la presentase como «otro tipo» de matrimonio y no quitase apoyo a la institución familiar, célula básica de la sociedad por voluntad divina.
Otro de los aspectos básicos del matrimonio puesto hoy en crisis es la indisolubilidad del matrimonio.
Parece que existe un regreso a la concepción antinatural del «matrimonio» romano. Éste, al no considerar el matrimonio un contrato que se realiza por el consentimiento, que una vez prestado ya no puede retirarse, quebraba la norma de la indisolubilidad.
Para el derecho romano clásico lo que hacía el matrimonio era la afectio maritalis y duraba el mismo tiempo que ésta. ¿No es esto muy parecido a lo que oímos hoy cuando se dice que el matrimonio ha acabado porque ya no hay amor? Esta concepción es inaceptable. La afectio humana cambia muy a menudo, pero la organización de la sociedad no puede dejarse al arbitrio de sus mutaciones. Hoy podemos comprar una finca y quince días después decidir que no nos gusta su emplazamiento, pero no por ello podemos pedir a quien nos la vendió que nos devuelva el importe, porque careceríamos de cualquier seguridad jurídica.
La organización de la sociedad no puede quedar al arbitrio de los cambios de afectio maritalis, pero ni siquiera pueden hacerlo las vidas de ambos cónyuges que no vivirán la íntima unión que exige el matrimonio on la misma profundidad si son conscientes de que sus potenciales esfuerzos pueden resultar inútiles si cambia la afectio del otro cónyuge. Y mucho menos puede quedar al arbitrio de la afectio la educación de los hijos, de haberlos, que tienen derecho a una estabilidad social y emocional.