Benedicto XIII

Papa Luna, Pedro de Luna y de Gotor

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Quizá
alguno, repasando velozmente la historia de los Papas, en la que conviven los
santos y los canallas, podría pensar que don Pedro de Luna no fue más que uno
de aquellos al que nada les importaba el bien de sus súbditos y que no se
guiaba más que por ambición, sin temer mínimamente el juicio divino. Pero su
personalidad y trayectoria coinciden en ser valoradas por todos los
historiadores como las de un hombre bueno y temeroso de Dios. Es por eso que el
Cardenal de Aragón tenía que estar muy convencido de lo que hacía cuando un 28
de septiembre de 1394 aceptó las llaves de Pedro. Ese gesto suyo iba a influir
muy decisivamente en la historia de su época y, sin que nosotros sepamos cómo,
en la nuestra, integradas en una única Historia.

La
Iglesia, a principios del siglo XIV, podía considerarse satisfecha por haber
llegado a culminar tres procesos de importancia decisiva: su dogma se encontraba
perfectamente definido y explicado por una filosofía conveniente, la liturgia
romana había alcanzado una enorme expansión y estaba alcanzando una estructura
monárquica muy bien organizada. Esta, al menos en los documentos, parecía
sólida. Pero existían también algunas corrientes de oposición. Esos gigantescos
torbellinos que azotan el mar de la Historia y que en un breve período son
capaces de hacer temblar a las más sólidas instituciones no ahorraron a la
Iglesia, que cuenta con la promesa de su fundador de permanecer hasta el fin de
los tiempos, pero no con la de no sufrir calamidades. Y es que basta con que
una persona o institución se encuentren en su apogeo para que las demás,
mezquinas y envidiosas, quieran abatirla. La Iglesia, en aquel momento
brillante y poderosa, no pasó desapercibida y se confabularon contra ella las
monarquías, especialmente la francesa, las nuevas filosofías, algunos sectores
del humanismo naciente y los exaltados espirituales, que con sus contínuas
llamadas a la austeridad y sencillez de la Iglesia en nombre de una pureza
evangélica no hacían más que minar su poder sometiéndola sin darse cuenta a los
gobiernos, para quienes se convertía en un instrumento de poder, alejándose con
ello mucho más del Evangelio de Cristo.

La
Iglesia, fuertemente centralizada en la Curia romana, con una cancillería
eficacísima, con unas órdenes religiosas importantes que poseían universidades
y casas de formación, desataba una fuerte oposición de algunos poderes
seculares. Así, la relación entre Felipe IV y Bonifacio VII estuvo plagada de
asperezas y no exenta de panfletos y calumnias.

Las
Universidades se dividieron: Paris y las de tradición latina eran tomistas,
mientras que la de Oxford y las germánicas se inclinaban por Ockham. Las
obediencias que se establecerán después del cisma no seguiran sólo las barreras
políticas sino también las ideológicas.

Los
monarcas no dejaron de alentar a los extremistas que exigían reformas a los
Pontífices, pero con diferentes objetivos. La vuelta a la pobreza evangélica de
la Iglesia era para los príncipes un modo de controlar las riquezas de la
Iglesia en sus reinos y despojarla de sus medios de vida, una manera de
someterla a sus caprichos.

Bonifacio
VIII no había dudado en condenar a Felipe IV, pero su sucesor, Benedicto XI,
era un hombre débil y el francés le exigió el reconocimiento de que todas sus
acciones de oposición al Papa precedente se habían guiado por el bien de la
Iglesia y que tenían que serle gratificadas con la sumisión del clero a la autoridad
temporal -algo completamente absurdo- y con el escandaloso, por injusto,
proceso a los templarios. La debilidad de Benedicto XI provocó además tal
división en el Colegio de Cardenales entre los que querían establecer la paz
con el rey a toda costa y los que pretendían defender la autoridad del Papa,
que a su muerte la Sede estuvo vacante dos años. Al final se eligió a un
francés, vasallo del rey de Inglaterra, Clemente V, al que llamaron
«Clementissimus ille clemens» (Aquel clementísimo Clemente). Los
templarios pagaron la debilidad del Papa. Para evitarse conflictos, en 1309
fijó su residencia en Avignon, que era un señorío de la Casa de Anjou, vasalla
de la Santa Sede por el Reino de Nápoles. Era esa ciudad de clima suave,
tranquila y ajena a los fuertes poderes políticos. Mientras, se producía la
desintegración de los Estados Pontificios y tenía lugar la más absoluta
anarquía en Roma.

Los
cronistas italianos calificaron esa estancia en Avignon como de cautiverio de
Babilonia, pero lo cierto es que en esa ciudad, que fue comprada por el Papa a
Juana I de Nápoles, no era necesario realizar ninguna política temporal y no
había facciones enfrentadas como en Roma. Poblada por humanistas y sabios
poseía un ambiente intelectual muy elevado.

Fue
Urbano V el que acuciado por la situación militar en Francia, que
paulatinamente se degradaba, regresó a Roma.

Durante la época de Avignon pudo fortalecerse
la Primacía del Papa, por medio de sus legados, impidiendo que los
nombramientos episcopales y de otras dignidades fuesen llevados a cabo por los
poderes temporales, pero esas acciones necesitaban de presupuesto y, al haberse
anulado las rentas del patrimonio de San Pedro, era necesario sacarlas de otros
lugares. Para el manejo de esas cantidades era necesario recurrir a banqueros y
eso daba una imagen desfavorable de la Iglesia. La burocracia y el
funcionamiento de los tribunales siguieron creciendo.

Los
monarcas argumentaban que los jóvenes con más talento no se dedicaban a la
carrera eclesiástica, sabiendo que los principales nombramientos eran hechos
desde la Corte romana, aunque en realidad se hicieran con el acuerdo de los
reyes. Algunos escritores sostenían que el bienestar material y moral de los
individuos estaba bajo las competencias de la monarquía, con la pretensión de
dominar a la Iglesia.

Príncipes
y reyes sostenían al Papa sólo si éste les hacía concesiones y si no, no
dudaban en mofarse de él. Empezaron a nacer las iglesias nacionales. En el seno
de la propia Iglesia comenzaban a nacer corrientes que ponían en duda la
autoridad doctrinal del Papa. El mismo humanismo protegido por los Pontífices y
el aspecto antropocéntrico de algunos autores greco-latinos deformaban el
pensamiento cristiano. Y se empezaba a valorar la capacidad del Pontífice como
criterio de aceptación de su autoridad, sin tener en cuenta la objetividad de
su función. En una época de creciente auge de asambleas, el Colegio de
Cardenales se empezó a creer órgano supremo de la Iglesia.

Todos
estos males se condensarán en ocasión del Cisma.

Contra
el parecer de la mayoría de sus cardenales, que se encontraban muy bien en
Avignon, Gregorio XI había regresado a Roma, porque pensaba que, tras la
rebelión producida en las ciudades de los Estados Pontificios, su presencia era
indispensable para no perderlos. Sin embargo, poco pudo hacer. La muerte le
alcanzó prematuramente. Ni siquiera tuvo la oportunidad de renovar el Colegio
cardenalicio, que contaba con mayoría de languedocianos. Una anécdota suya
resultará profética: momentos antes de su muerte mandó llamar al alcaide del
castillo Sant’Angelo para pedirle que no entregase las llaves de la fortaleza
al nuevo Papa si éste no era también reconocido por los cardenales que
permanecieron en Avignon.

Los
días que transcurrieron entre la muerte de Gregorio XI, el 27 de marzo de 1378,
y la apertura del cónclave que debía elegir a otro, que tuvo lugar el 7 de
abril, fueron de gran tensión. El pueblo de Roma agitado no pensaba consentir
otra vez que el Papa se trasladase. De su permanencia en la ciudad dependía la
vida de Roma, en la que reinaba el caos y las disputas entre facciones.

El
Cónclave empieza con la presencia de 16 cardenales: 4 italianos, 4 franceses, 7
lemosines y 1 aragonés, que tuvo las llaves. Otros 6 permanecían en Avignon.
Italianos y franceses estaban de acuerdo en elegir a Bartolomeo Prignano, un
obispo no cardenal al que se suponía favorable al rey de Francia. Contaron con
el consenso de algunos otros. Pero en la mañana del 8 de abril se produjeron
tumultos y amenazas contra los cardenales. El pueblo amotinado gritaba «Lo
vogliamo romano o almeno italiano» y después ya «Lo vogliamo
romano». En tales circunstancias el cardenal Orsini proclamó que no se
podía proceder a la elección por falta de libertad. Se restableció un poco la
calma. Trece de los diez y seis votos fueron favorables a Prignano. La
muchedumbre invadió la sala del cónclave y un clérigo asustado tuvo la
ocurrencia de decir, para calmar los ánimos, que el elegido había sido
Tebaldeschi, un anciano cardenal romano. Fue paseado a hombros. Finalmente la
situación se aclaró.

Prignano
tomo el nombre de Urbano VI y fue coronado el 18 de abril, con el consenso
general y el reconocimiento de los cardenales que habían permanecido en
Avignon, por lo que el alcaide le entregó las llaves. Hasta aquí nada parece
excepcional, pero el Papa, de carácter agrio, estaba dispuesto a realizar
reformas y a empezarlas por los cardenales, recortando sus rentas. Estos
tantearon la situación y viendo que no les faltaría el apoyo de Juana de Nápoles
ni de Carlos V de Francia y sus aliados, se reunieron a fines de junio en
Anagni, con la sola ausencia de Tebaldeschi y declararon el 2 de agosto que la
elección de Urbano VI no había sido válida, por falta de libertad. Faltando en
esta época una clara definición de la doctrina del Primado, mucha gente
aceptaba el criterio de la unanimidad de los cardenales. Urbano VI no aceptó
negociar. El 18 de septiembre nombró 29 cardenales, de los cuales veinte eran
italianos y sólo dos franceses, pero el mismo día llegó el mensajero de Carlos
V anunciando a los cardenales que estaba dispuesto a apoyar la revuelta. El 20
de septiembre un nuevo cónclave eligió al cardenal Roberto de Ginebra, quien al
mando de un ejército gobernaba como legado los Estados Pontificios. Tomó el
nombre de Clemente VII.

A
primera vista podría parecer que se trataba solamente de una rabieta de los
cardenales por las reformas que Urbano VI pretendía imponerles, ya que
encontrándose en condiciones de seguridad habían unánimemente aceptado la
coronación del Papa y sólo habían protestado la invalidez cuanto contaron con
el respaldo del rey de Francia. Los de Avignon habían aceptado confiando en sus
colegas. Pero también puede pensarse que no se atrevieron a manifestarse por la
continuación del miedo y que hasta que no obtuvieron el respaldo de un ejército
no pudieron hacerlo. No obstante el argumento más convincente es la postura del
aragonés. Pedro de Luna fue el mejor canonista de su época . Si él, que afirmó
no haberse sentido presionado durante el cónclave, aceptó la postura de sus
colegas, sin duda tuvo firmes razones. Su intachable moralidad no permite dudar
ni siquiera por un momento de la rectitud de su decisión. Miembro ya de una
familia notable de Aragón, ningún tipo de interés material pudo haber guiado su
decisión. Y el empecinamiento con que soportará las peores calamidades hasta el
final de su vida nos lo confirman.

A
partir de ahí empezará un sinfín de luchas entre los distintos poderes, que se
inscribirán en el seno de una u otra obediencia según sus intereses; pero, en
general, puede considerarse que siguieron la obediencia clementista los que
serían en el futuro bastiones de la Cristiandad.

Al
inicio Clemente contó sólo con el apoyo de Francia y del heredero de la Corona
de Aragón, Juan, duque de Gerona, pero pronto Castilla se sumó a él, gracias a
los buenos oficios de Pedro de Luna, al que envió como legado.

Italia se dividió en la aceptación de las dos
obediencias, a causa de la política. Las tropas napolitanas expulsaron a Urbano
VI de Roma y tuvo que refugiarse en Génova. Dos de sus más relevantes
cardenales se pasaron a Avignon.

Ambos
Papas realizaron concesiones a los poderes temporales a cambio de
reconocimientos, lo que contribuyó a fortalecer el poder de las autoridades
laicas, que intentaban crear iglesias autocéfalas, que no reconocían a ningún
Papa.

Presionada por el rey de Francia, la
Universidad de París había reconocido a Clemente VII, pero las ideas
conciliaristas que sostenían la supremacía del concilio sobre el Papa empezaban
a desarrollarse.

De
pronto, el 15 de octubre de 1389, fallecía fuera de Roma Urbano VI. Hubiese
sido una buena oportunidad para resolver la situación, pero sus cardenales
eligieron enseguida a Bonifacio IX. Este se encontraba con una situación de
ruina económica y tuvo que tomar decisiones escandalosas, como la venta de
indulgencias, para intentar repararla. Mientras Clemente poseía una autoridad
estable en Avignon, Urbano VI había tenido que errar por las ciudades
italianas.

Con
esta nueva elección no quedaba otro camino que la negociación entre ambos
Papas. Bonifacio propuso a Clemente nombrarle legado vitalicio para Francia y
España si renunciaba al Papado, pero en Avignon se rechazó.

La
Universidad de Paris estudió el asunto y dijo que existían tres posibles
soluciones:

– Via
de la cesión o renuncia voluntaria de ambos Papas.

– Via
de la transacción o designación de árbitros en igual número por ambas partes
que designaran quién era legítimo.

– Via
del Concilio o que esta asamblea decidiese.

La
mayoría se inclinaba por la primera.

Otra
luz se encendía en el horizonte con la muerte de Clemente VII el 16 de
septiembre de 1394. El Patriarca de Alejandría, Simon Cramaud, propuso la idea
de desvincular a Francia de Avignon, con lo que ganaría el título de
pacificadora de la Iglesia. Se enviaron mensajeros a Avignon pidiendo a los
cardenales una espera en la elección, pero el 28 de septiembre de 1394 subió al
trono pontificio don Pedro de Luna y de Gotor, tomando el nombre de Benedicto XIII,
manteniéndose en él hasta su muerte. Antes de la elección había suscrito un
documento comprometiéndose a renunciar a la tiara en el caso de que los
cardenales estimasen que esa era la solución adecuada.

Acompañados
por tropas algunos duques franceses hicieron su entrada en Avignon donde
obligaron al ya Papa Benedicto XIII a mostrarles el documento. Pero el Papa
Luna no se deja intimidar por la fuerza de las armas y afirma que nadie puede
obligarle a abdicar so pena de invalidez. Los cardenales sí sucumben ante las
armas y firman un documento en el que afirman que la via de la cesión es
preferible a la via del Concilio. Pero Benedicto XIII elabora una
contrapropuesta que él califica de «Via de la justicia», en la que
propone una reunión de ambos Papas con sus respectivos cardenales. En esa
reunión contaría con la ventaja de que todos los cardenales supervivientes de
1378 estaban con él. Si no se llegaba a un acuerdo, se nombraría una comisión
arbitral que decidiría por mayoría de dos tercios. Pero los franceses rechazan
el proyecto y recomiendan la sustracción de la obediencia. Benedicto XIII no se
deja conmover y explota las rivalidades entre príncipes para ganarse algunos
apoyos.

Tropas
francesas intentaron por dos veces asaltar el palacio papal, pero fracasaron,
porque el pueblo se mantuvo fiel. El 11 de junio de 1399, después de haber
hecho levantar acta notarial en testimonio de que carecía de libertad, accedió
a firmar un compromiso de abdicación para el caso de que fracasara la
entrevista con Bonifacio IX, que él postulaba.

Bonifacio
IX murió el 29 de septiembre de 1404 y los cardenales eligieron inmediatamente
a Inocencio VII. Mientras, el Papa Luna seguía con los preparativos para la
entrevista, pero la peste le hizo retroceder. Dos años después murió Inocencio
VII y fue elegido Gregorio XII. A éste le obligaron a firmar un compromiso de
abdicación en el caso de que don Pedro de Luna aceptase hacer lo mismo.
Benedicto XIII aceptó, pero impuso como condición una previa entrevista entre
los dos Papas.

Se
estableció que Benedicto llegaría hasta Portovenere, límite de su obediencia y
Gregorio hasta Pietrasanta y que las entrevistas se realizarían en un lugar
neutral a mitad del camino entre las dos. Ambos Papas aceptaron. Pero una vez
más los acontecimientos iban a impedir la liquidación del cisma. Hallándose
Gregorio XII a punto de llegar a Pietrasanta, apareció una flota francesa con
la intención de llegar a Roma. El rey Ladislao de Nápoles ocupó esa ciudad
diciendo que pretendía proteger a Gregorio, pero añadió que era su propósito
estar presente en la entrevista. Así, esta fracasó. Los poderes políticos no
consideraban respetar la libertad de los Papas. Gregorio se retiró, a pesar de
las protestas de algunos de sus cardenales, alegando que se trataba de una
trampa. No parecía ya quedar más via que la del concilio.

Francia
permaneció neutral postulando por la sustracción de obediencia a los dos Papas.

Ahora
los conciliaristas ganaban terreno. Sabían muy bien que ningún concilio puede
considerarse legítimo si no es convocado por el Papa y presidido por él o por
su legado y sus conclusiones son aprobadas por el Pontífice. Y elaboraron una
nueva teoría: en caso de cisma y previa sustracción de toda obediencia, otra
autoridad, con facultad supletoria, podría convocar el concilio. La mejor
facultad era la poseída por el Colegio de cardenales. Los dos Papas se
adelantaron convocando cada uno un concilio. Pero cardenales de ambas
obediencias se reunieron en Pisa y convocaron otro. Allí se condenó a los dos
Papas y se eligió a un tercero, Alejandro V.

Benedicto XIII, al verse traicionado por
quienes le habían apoyado y ver fracasados sus intentos, comenzó a prepararse
un refugio seguro en Peñíscola. Gregorio huyó a Nápoles. Sólo una parte de
Francia y Alemania reconocieron a Alejandro, quien murió en Bolonia y fue
sucedido por Juan XXIII.

En
verano de 1413 la autoridad pontificia estaba prácticamente aniquilada.
Benedicto XIII era el que contaba con un núcleo más sólido. Los otros dos huían
por Italia, durmiendo cada noche en un lugar distinto. Inglaterra y Francia
organizaban sus Iglesias con olvido del Papa.

El
autor de la reconstrucción será Segismundo de Bohemia, elegido rey de Romanos,
que necesitaba de un Papa para conducir su acción política. Propuso que uno de
los Papas firmase la bula de convocatoria de un concilio al que tendrían que
asistir todos los poderes cristianos sin excepción y previa renuncia de todos
los Papas o sustrayéndoles la obediencia, reformaría la Iglesia y nombraría
otro Papa. Fue el concilio de Constanza. Se invitó a las tres obediencias. Juan
XXIII firmó la convocatoria. Gregorio XII anunció que enviaría representantes.
Al principio pareció que el trabajo de Juan XXIII por su propia causa iba a dar
fruto, pues fue recibido con todo esplendor. Se dice que a su llegada a la
ciudad, contemplándola desde lo alto de un monte, afirmó «buena trampa
para cazar zorros». Quizá lo fuera para cazar zorros de otras latitudes
pero no para los aragoneses, máxime cuando se trataba del zorro más culto,
astuto y diplomático de la época. Benedicto XIII se negó a participar. Con la
incoprporación al concilio de los representantes de Gregorio XII terminó la
presidencia de Juan XXIII.

Se
propuso que los poderes votasen no por cabezas sino por naciones: Italia,
Alemania, Francia, España e Inglaterra formaban la Cristiandad. España estaba
ausente, en Italia predominaban los partidarios de Juan XXIII. Las otras tres
postulaban el conciliarismo: el concilio se proclamaría única autoridad,
decretaría la reforma y se la impondría al Papa que fuese elegido.

Segismundo
obtuvo un compromiso de abdicación de Juan XXIII si sus rivales hacían lo
mismo. Gregorio XII había también legitimado el concilio y había renunciado sin
condiciones. Juan intentó huir en busca de la protección de Federico de
Austria, pero éste no quiso apoyar un acto de rebeldía. El Concilio se declaró
superior al Papa y mandó a prisión a Juan XXIII, a pesar de que había
renunciado a la tiara. Faltaba ya sólo negociar con el aragonés. Se reunieron
en Perpignan Segismundo, Fernando y Alfonso de Aragón y don Pedro de Luna. Pero
una vez más Benedicto XIII se negó a abdicar. Afirmó: Si soy Papa, nadie puede
juzgarme, pero si se piensa que todo lo ocurrido desde 1378 debe ser anulado,
yo soy el único superviviente de los cardenales de aquel momento. Dejadme,
pues, que yo elija un nuevo Papa y os prometo solemnemente que no me designaré
a mi mismo. El ortodoxo y ejemplar canonista quería afirmar el principio de la
autoridad pontificia frente a la revuelta que suponía el conciliarismo. Tan
convencido estaba de su posición que saliendo una noche de tormenta de
Perpignan a Peñíscola por mar dijo al patrón que si él no era el Pontífice
legítimo, Dios permitiría que muriese ahogado. La tormenta cesó y el Papa dijo
a sus acompañantes: «Papa sum».

El
cardenal Pedro d’Ailly propuso en el concilio el que sería llamado «plan
de los cardenales»: por una sola vez se aceptaría en el colegio un número
de representantes de naciones igual al de los cardenales. El plan desagradaba a
Segismundo, pero acabó imponiéndose al promovido por el que se llamó a si mismo
libertador de la Iglesia cuando no quería en realidad ser más que su opresor.
Se aprobaron cinco decretos para contentar a los reformadores y el 11 de noviembre
de 1417 se designó como Papa al cardenal romano Ottone Colonna, que tomó el
nombre de Martín V.

Pero
mientras, Pedro Martínez de Luna y Pérez de Gotor convencido de la legitimidad
de su elección y temiendo sólo el juicio de Dios permanecía fiel a sus convicciones
y, con la tenacidad propia del aragonés, solitario, refugiado en su Peñíscola,
pero con más fortaleza que su roca, permaneció en sus trece. Su cabeza se
conserva en una urna en Sabiñán, en el Ayuntamiento de Illueca puede leerse en
un retrato «Pedro de Luna y de Gotor, Benedicto XIII, Papa», los
historiadores se dividen entre la apología y la condena. No sabemos de qué le
valió al Papa Luna su entereza. Con toda seguridad ha obtenido el premio que el
Altísimo concede a quienes le confesaren delante de los hombres.